21/2/14

FEDERICO CAMPBELL Y RAFA SAAVEDRA

Hace unos meses murió Rafa Saavedra, el escritor de Tijuana técnicamente más innovador. Hace una semana murió Federico Campbell, el escritor tijuanense más respetado nacionalmente. Diré sus semejanzas y diferencias.

Federico nació en 1941; Rafa, en 1967. La obra de Federico se amplió en títulos y circulación hasta final de siglo. Federico y Rafa, a pesar de la diferencia de edad, fueron lecturas simultáneas para muchos e influencias ineludibles para la literatura fronteriza en los noventa. Sus textos circulaban a la par.

En ambos, la figura del padre fue fundamental. Federico lo dejó claro en sus libros; en los de Rafa, su padre no aparece. Pero su forma de pensar e incluso parte de la forma literaria de Rafa era su papá.

Rafa y Federico eran melancólicos y soñadores. Los textos de Rafa alternaban crestas de ánimo eufórico y descensos tecnopoéticos. Federico, por su parte, escribía ensayística inquisitiva pero no desesperada. Solo su narrativa es regida por la nostalgia.

Federico escribía a partir de la memoria; Rafa, en el presente.

La prosa de Rafa es auditiva; la de Federico, visual.

Federico hacía personajes; Rafa, atmósferas.

Ambos cultivaban bien el relato y la bitácora. Eran hombres de cuadernos.

Federico fue muy autobiográfico; Rafa lo parece siempre pero pocas veces lo era realmente.

Los mejores libros de Federico son Pretexta o el cronista enmascarado; Tijuanenses y La clave morse. Los mejores de Rafa, Esto no es una salida. Postcards de ocio y odio; Buten Smileys y Lejos del noise.

Ambos, por supuesto, son indisociables de Tijuana. Para Federico, Tijuana era su edad temprana; para Rafa, Tijuana era anoche.

Federico escribía mucho a partir del pasado histórico y personal; Rafa desde el encuentro nocturno con los otros.

A Federico le gustaba escribir con claridad, ir al grano; a Rafa, le gustaba escribir codificando, influido por la programación.

Federico amaba la máquina de escribir; Rafa, la computadora.

A Federico lo encontrabas en La Condesa; a Rafa, en la Sexta.

Federico era un gran conocedor de literatura y amaba a Rulfo. Su último acto intelectual fue una conferencia en Tijuana sobre Rulfo. (Ahí quizá pescó la influenza).

Rafa era un gran lector. Pero Rulfo y la literatura mexicana no eran centrales en su vida. En Rafa era más importante Morrisey, mogollón de blogs y revistas.

Federico y Rafa, lo sé, se leyeron poco. Eran dos mundos distintos.

Federico nació en una época en que había que ir a la Ciudad de México para ser escritor; Rafa en otra en que para escribir había que quedarse en Tijuana. Ambos fueron hijos de ciertos momentos.

Esos momentos, Federico los recordaba; Rafa, los remezclaba.

Muchos ahora hacen literatura en Tijuana o sobre Tijuana o, peor aún, usan a Tijuana o a la literatura. Rafa y Federico nos hacen mucha falta.

La literatura de Tijuana es una ciudad fantasma.



15/2/14

UNA COLUMNA DEL 2011: FEDERICO CAMPBELL


Federico Campbell murió hoy sábado 15 de febrero. En el 2011, publiqué esta columna en Laberinto. La copio aquí para recordarlo. Agradezco a este blog haber conservado la nota en línea.

Tijuana: amor-odio por Campbell

1/Octubre/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

Recientemente Federico Campbell recibió un par de homenajes. Uno en DF y antes en Tijuana. Pocos conocen la difícil relación entre Campbell y Tijuana.

A partir de los ochenta, la consigna de la literatura de Tijuana fue no migrar al centro. No hospedarse en la literatura mexicana; la apuesta: crear un micro-clima: Tijuana como Literatura Temporal Autónoma.

Literatura con un cuarto propio.

Campbell había escrito un libro precursor: Tijuanenses.

Pero Campbell había migrado. Y aunque en el centro se le vinculaba por temática y biografía con Tijuana, una generación fronteriza rompió con su obra.

Campbell lo comprendió. Y lo sufrió.

En el centro se le llamaba escritor de Tijuana y en Tijuana, escritor de la Ciudad de México.

Campbell fue un puente entre la literatura mexicana—creada realmente hasta finales del siglo XIX— y la literatura de Tijuana —creciente en los setenta y quizá hoy ya finalizada—; ese puente es un cruce extraño.

Campbell vio venir la desaparición del Estado y la fragmentación de la experiencia nacional. Ser y no-ser parte de la literatura de Tijuana —bedroom music— también vaticinó que todos nosotros veríamos desaparecer esa micro-matria.

Como J.M. Espinasa precisaba aquí la semana pasada, el padre es tema central en Campbell. Curiosamente, Campbell fue objeto de parricidio en Tijuana.

Freud y Bloom son inexactos. El parricidio no es inevitable. Pero en memorias mezcladas con violencia, se inventan padres con tal de poder cometer asesinatos.

Por tres décadas, un núcleo de la literatura de Tijuana rompió con Campbell o fingió desinterés.

Nosotros alegábamos que la Tijuana de Campbell ya no existía y era necesario narrar nuestra Tijuana. No desde la memoria sino desde sus calles.

Esas calles, poco después, se desvanecieron.

En secreto lo leíamos y, evidentemente, deseábamos lo mismo que él: atrapar a Tijuana en un libro. O en unas páginas. Unos párrafos. Unas líneas. Un instante.

No era “Tijuana” lo que queríamos atrapar. Era lo efímero de la existencia, el cruce de caminos, la disolución de fronteras, el devenir del hombre separado y, a la vez, del hombre buscando la clave de todo encuentro. Escribir para reconocer que en tu propia vida está el Aleph.

Y no encontrarlo.

Cuando se le hizo el homenaje en Tijuana, yo pude ver que Campbell sintió que el momento de la reconciliación había llegado.

Conmovía escucharlo esa noche. Para ese escritor, acaecía un reencuentro.

Y nadie iba a recordar en voz alta el secreto de recámara: la literatura de Tijuana y Campbell habían vivido la mayor parte de su vida separados.

Imposible narrar la re-unión simbólica de un escritor y una ciudad. Sólo consignaré que Campbell decidió sellar la reconciliación hablando inglés.

Como Tijuana solía hacerlo en la intimidad.


GELL Y LA REBELION DE LAS COSAS

Un libro muy audaz de esta época es Art and Agency. An Anthropological Theory de Alfred Gell, quien murió en 1997 y un año después nació el libro. Su tesis es que los objetos de arte son ¿casi? personas.

“Veo al arte como un sistema de acción, que tiene la intención de cambiar al mundo y no tanto codificar proposiciones simbólicas acerca del mundo”, dice.

Marx solicitaba dejar de interpretar al mundo, y mejor transformarlo.

Pero Marx veía a los sujetos humanos como los agentes del cambio. El libro de Gell (aunque quizá no Gell mismo), en cambio, sugiere que una revolución del mundo puede ser encabezada por los objetos.

Tal cuadro recuerda al Popol Vuh, cuando no solo perros y piedras sino también comales y platos se sublevan contra la humanidad.

Sobra decir que las ideas de Gell son cuestionadas.

Su libro puede tomarse como una defensa especulativa de la vida y poder (animista) de los objetos o como un estudio de los cosas como vía por la cual los humanos se influyen unos a otros.

Los estudios visuales y de cultura material, la antropología no–eurocéntrica y el giro ontológico de los últimos años, posibilitaron que las ideas de Gell sigan circulando y, al menos, sean referencia frecuente de todo un circuito de pensamiento actual.

Antes de este libro, Gell ya hablaba del arte como parte de la tecnología del encantamiento y comparaba las trampas para animales y las obras de arte.

Fue influido por Mauss (y su teoría sobre sociedades primitivas que intercambian regalos para intercambiar almas y hacer guerra recíprocas) y Peirce (el semiota que los anglosajones usan para desplazar a Saussure). Enumero rápidamente motores de la antropología del arte de Gell. Pero hay mucho más.

Gell es un pensador imposible de adoptar enteramente: expande el panorama de la imaginación científica y, a la vez, muchas veces simplifica o resuelve prematuramente. No fue tampoco un prosista consumado.

Su escritura no puede competir con prosistas posmodernos más sofisticados. Aunque, en realidad, Gell es más innovador que Agamben, por hacer una comparación en este periódico (o pantalla), es decir, esta cosa que quizá facilite que un lector imagine un mundo de objetos voluntariosos.

O se tranquilice diciendo que esta cosa en donde lee esto no es sino un medio de los humanos.

Aunque probablemente ya sabes (y no lo confieses) que tu coche tiene una personalidad propia.

Y en tu casa y tus sueños, los objetos se te revelan y rebelan como agentes secretos y sepas que no solo las plantas y los animales tienen su mundo. También las imágenes y también las cosas.

Son las palabras —que nos colocan en un centro ficticio— las que han querido que no nos comuniquemos con el resto de las cosas.

8/2/14

EL DINOSAURIO FOTOGENICO

En la portada reciente de la revista Quién, aparece Vargas Llosa y la leyenda “’Me daba terror tener hijos’. Su entrevista más íntima. La familia muégano de Vargas Llosa. El Nobel de Literatura nos cuenta cómo a pesar de ser un niño abandonado, logró ser un padre a todo dar”.

Para Quién, Vargas Llosa es una celebridad más. La semblanza y entrevista (por Alberto Bello) ejemplifican cómo se retrata a un escritor neoconservador en revistas mexicanas del jet set.

Vargas Llosa es retratado como hombre con “familia muégano” (muy unida) y que tiene más de un “elemento de telenovela de las malas —o de las buenas— en su vida”.

Por Quién, los lectores se enteran que Marito —como se le llama— creía que su padre estaba muerto (pero a los 10 años reapareció).

El entrevistador da un curioso giro a esta historia central —sintetizada en “padre autoritario, a quien creía muerto, regresó”— al llamar al progenitor de Vargas Llosa “La ‘dictablanda’ paterna”.

“Dictablanda” fue el eufemismo que Enrique Krauze usó en el Encuentro Vuelta (1990) para atemperar el término “dictadura perfecta” dicho por Vargas Llosa —y que hizo enojar a Paz— para calificar al PRI.

Un cuarto de siglo después, en Quién se cruza (y krauzifica) la historia del retorno del PRI y la del retorno del padre de Vargas Llosa. Y muestra a un Vargas Llosa que se ablandó, y piensa que México ya no vive una dictadura perfecta sino una “democracia muy imperfecta” que se caracteriza por un “juego democrático libre, elecciones libres” y que es “un país que va en buena dirección”.

También nos enteramos del cambio de vestuario que hizo Vargas Llosa para la entrevista, de la exposición de su hija (fotógrafa), del puñetazo a García Márquez y de su safari a África (con todo y león de fondo).

La pieza es involuntariamente cómica. Por un lado enfatiza que Vargas Llosa educó a su hija “como niño para que aprendiera a valerse por sí misma” y, por otra, recuerda que la esposa de Vargas Llosa lo considera un varón que solo es bueno para escribir (es decir, no se vale por sí mismo) y ella se hace cargo de todo lo demás.

Podría parecer que Quién se burla de Vargas Llosa pero más bien el chascarrillo fue accidental.

Desde un punto de vista literario, el perfil de Vargas Llosa resulta penoso e incongruente. Se trata de un tipo de retrato que la literatura moderna constantemente ha revelado como falso, burgués, simulado, mentiroso.

Vargas Llosa como caballero de clase mundial, familia ideal, opiniones políticamente convenientes, éxito y felicidad en flash, en suma, un gran bodrio existencial.

Reinventando a Hegel, Marx decía que los personajes de la historia aparecen dos veces. Una vez como tragedia y otra, como farsa. Pero se le olvidó agregar: cuando el escritor guapo y geek apareció por segunda vez, ya no era Vargas Llosa. Era Peña Nieto.



1/2/14

TRAICIONAR A PACHECO

Muchas veces he escuchado que todos los mexicanos sabemos “Alta traición” de José Emilio Pacheco:

“No amo mi patria. / Su fulgor abstracto / es inasible. / Pero (aunque suene mal) / daría la vida / por diez lugares suyos, / cierta gente, / puertos, bosques de pinos, / fortalezas, / una ciudad deshecha, / gris, monstruosa, / varias figuras de su historia, / montañas / —y tres o cuatro ríos”.

Leído detenidamente, en este anti-himno post-nacional Pacheco dice que el país no puede amarse entero, está ya todo fragmentado. Querer a México es ya imposible —o siempre lo ha sido— y sólo podemos querer regiones, mapas arrugados o rutas de escape.

En su caso, sólo quiere la Ciudad de México, y quizá Veracruz o algún otro puerto hipotético, pero no a muchos lugares —en su poema, Pacheco sólo alude a uno en concreto, la capital— y luego dice que un puñado de ríos, y digo puñado porque seguro esos ríos ya son pura tierra. O picaderos.

No amo a la literatura mexicana. Su fulgor abstracto es inasible. Pero (aunque suenen mal) daría mi quincena por 10 libros variables, ciertos muertos, Internet, bosques de California, fortalezas todas son del narco, una ciudad ensambladora, polvosa, calenturienta, varias figuras de yeso, cerros, y tres o cuatro filas humanas.

El poema de Pacheco renuncia a nación general y unida. Leerlo de otro modo es traicionarlo: ¡tradicionalizarlo!

Pacheco murió y no faltará crítico exaltado o político trepando que diga que “Alta traición” —aunque más bien omitirá el título— habla por todos los mexicanos.

Y eso no es cierto: habla desde una ciudad (no menos, no más) de un territorio fragmentado y un Nosotros excluyente de casi todos los infra-incluidos. Así lo escucho, así me atrae, porque ahí se oye una voz de una ciudad lejana con millones de pobres y élites arrogantes. “Alta traición” es un gran poema breve del Distrito Federal, una coda paracaidista a Grandeza Mexicana de Balbuena.

Pacheco y Monsiváis fueron escritores muy marcados por esa urbe.

Pacheco no es una estatua ecuestre de la literatura patria, no es parte de la Rotunda Ronda de los Poetas Ilustres, petrificarlo así no sólo sería no escuchar su poema sino pisotearlo. Leer poesía como pericos.

Pacheco dice que no hay patria, sólo hay pedazos, y entre las memorias, cada quien junta las ruinas donde jugó de niño —infancia es geopolítica— y donde vive, migra o caerá muerto, y eso es todo, y todo es poco o casi nada.

Lo demás son los cuentos nacionales y los cuentos globales, y son incompatibles con los mejores cuentos de Pacheco.

“Alta traición” y Las batallas en el desierto son dos variantes (súcubos) de una experiencia que Pacheco decidió decir usando lenguaje literario porque es dilema y espejismo, casi inaudible, fuerte, parte y nos desmiente. 

25/1/14

LAS MAXIMAS MINIMAS DE DA JANDRA

A pesar de su título, Mínimas (Avispero y Almadía, noviembre de 2013) de Leonardo Da Jandra, es un libro de aforismos compuesto de máximas filosóficas. Da Jandra usó ese título para evitar la soberbia, que crítica arduamente.

No son aforismos literarios típicos —ironía, estilo y ocurrencia— sino impresiones categóricas, sentencias acerca de lo que él cree vigorosamente.

A Da Jandra se le conoce por sus novelas y por sus libros de ensayo de vehemencia filosófica. Pero no se le conoce lo suficiente: sus libros escapan a la tradición literaria en boga y se insertan en otro espacio.

Podría decirse que sus aforismos asemejan a los de José Gaos (y no a los de Torri o Díaz Dufoo Jr.) pero sería inexacto. Mínimas pertenecen a la existencia de Da Jandra.

Da Jandra es un pensador religioso, cósmico, el tono condenatorio, iracundo, de una parte de sus aforismos (o mejor: apotegmas) se debe al aliento profético desde el cual Da Jandra escribe.

Cuando se lee este libro y se conoce personalmente a Da Jandra, es inevitable escucharlo hablar, decir, estos aforismos. El lector curioso debe saber que así piensa y habla Da Jandra en su vida cotidiana.

Si uno convive con Da Jandra escuchará todas estas ideas. Es uno de los pocos casos de escritores mexicanos cuya obra y vida están unidas al pie de la letra.

Da Jandra, por cierto, abomina la actual literatura mexicana. Tiene razón en hacerlo. Uno de los fracasos espirituales mexicanos más lamentables es la literatura actual que tenemos: una literatura entregada a las fuerzas dominantes y escrita muy bonito. Una literatura fotogénica que tiene muy orgulloso al gobierno en turno.

La obra de Da Jandra corre por otros ríos. Su narrativa, que no elude lo cósmico y lo alegórico, podría comprenderse como una serie de econovelas, donde detonan dramas cósmicos que encarnan en una crisis de lugar natural y relaciones humanas.

Esta econovelística es de índole ontológica, extiende la tradición de la filosofía de lo mexicano. Da Jandra es un autor como ningún otro, que vivió dos décadas en la reserva natural de Huatulco, hasta que los conflictos ecocidas lo obligaron a mudarse a Oaxaca.

Si las aguas de la literatura mexicana se aclarasen, las novelas de Da Jandra se colocarían en un lugar más visible. Desgraciadamente, aunque en unas décadas las aguas podrían aclararse, quién sabe si habrá agua para entonces.

De todos modos, los libros de Da Jandra son un subsuelo literario, alterno, excéntrico, que persistirá para quien sepa comprenderlo. Una clave: Leonardo no es el autor de estos libros. Él es uno de sus personajes. El verdadero autor de esos libros es una voz deseosa de otra política.

Mínimas es un libro suyo novedoso. Ya conocíamos sus novelas y ensayos, ahora conocemos sus ideas en breves fórmulas vivas.

19/1/14

AMIRI BARAKA (1934-2014)


Amiri Baraka —el poeta politizado— murió hace unos días. No hay nada raro en esto: el poeta politizado siempre está muriendo. 

Lo matan las familias y revistas habituales, editoriales y universidades oficiales, gobiernos y obituarios infames. Lo mata el mundo intelectual, penúltimo bastión de los valores más insoportables.

Antes llamado LeRoi Jones, nació en Newark en 1934. Junto con Langston Hughes, quizá sea el poeta afroamericano más importante.

Fue afín a los beat y luego militante del afronacionalismo y el marxismo. En el centro de las contrapoéticas norteamericanas, fue dramaturgo y sagaz pensador del blues.

Como disidente negro —en una sociedad exterminadora de disidentes negros— era mal visto. No se quedaba callado: se le llamaba “agresivo”, “polémico”, “provocador”, “farsante” y todas esas etiquetas que se aplica a quienes intranquilizan a Los Normales.

Su obra es diversa, disfrutable y revolucionaria. Tiene poemas necesarios sobre el descontento, el flujo y la sublevación.

En su poesía rige la historia, y no los sentimientos derivados de ignorarla. Baraka no hacía esa lírica escapista que tanto gusta al lector romántico, colonizado o nihilista.

De tan cerca que tiene a la música, su poesía es canto de guerra al racismo; y canto de amor a su cultura.

Baraka defendía el derecho de otro proyecto geopolítico. En una cultura que se precia de ser estandarización, su postura de afirmación afroamericana nunca fue compatible con el promedio ideológico de Norteamérica (dentro o fuera de la literatura).

En una época posmoderna en que toda identidad colectiva ha sido declarada superada por aquellos a quienes este espectro amenaza —las élites que exclusivamente se identifican con marcas comerciales—, Baraka era incesante voz de un nosotros. Por creer en el nosotros, se le veía como un bárbaro.

En español, Baraka murió sin que su obra fuese conocida más allá de los especialistas hispanoamericanos en poesía norteamericana. Así es la poesía en todo el mundo: solo la McPoesía no tiene dificultades en cruzar garitas internacionales.

Como los mejores poetas son difíciles de apreciar en toda su magnitud, no muchos quieren o pueden conocer la mejor literatura de otros sitios o lenguas.

Además, todavía vivimos en un mundo en que si es inusual que los descontentos logren identificar a sus opresores, es todavía más raro que logren identificar a sus camaradas.

Cuando Baraka leyó mi libro (traducido) en que analizo el imperialismo de Charles Olson —maestro suyo— cercanos publicaron que Baraka me respondería. Quizá ya no lo hizo.

Su reacción contra mi libro en ningún momento me molestó. Fue un honor que mi libro interesara a Baraka.

Desgraciadamente, Baraka ha muerto. Fue uno de los grandes escritores del siglo XX.