Para llegar a Efraín Huerta hay que reconocer sus mejores poemas, sus ingredientes y, ante ellos, reconocer sus rodeos y caídas. No perdernos en el bosque de su poesía meramente reunida.
Para comenzar, descártense sus poemas cívicos, que hacían sonrojar incluso a la bandera soviética.
Resistamos el encanto de sus poemínimos: graciosa fiesta de globos y larga serie con unidad de tono y forma, pero que no son la máxima arte poética de Huerta. Son solo la más sistemática.
Sus dos mejores poemas deben guiarnos: “Declaración de odio” y “Avenida Juárez”. Huerta de aliento entero: una voz saliendo de una visión.
“Declaración de odio” —dirigido al Distrito Federal, perdón, Mexico City— es su cima. El mejor Huerta ocurre cuando es profeta: interpela a la ciudad y la condena. Ahí su aliento sacude lo que impreca y usa diversos tonos sin relajar su gravedad extrema.
Hacia el final, Huerta canta contra los poetas y “niños de la teoría” de la Ciudad de México, por sus “flojas virtudes de ocho sonetos diarios” y mascullar su tedio “especulando en libros ajenos a lo nuestro”.
En “Avenida Juárez” re–anuncia la ruina de la urbe y ve una patria corrompida por sí misma y Norteamérica, hasta quedar “con los oídos despedazados/ y una arrugada postal de Chapultepec/ entre los dedos”.
Este par de poemas son muy superiores al resto suyo y de sus coetáneos (allí, por cierto, critica a Contemporáneos). Son poemas alimentados por esa fuerza extraliteraria que separa a los poetas de los literatos.
Sus implicaciones políticas, intelectuales, culturales, literarias han sido ignoradas; es como si no fueran unas sublimes mentadas de madre.
Nuestra literatura está en crisis. Se tapó los oídos para no oír a este Huerta —o tampoco a Rulfo, Revueltas y Carrión—, cultivando el “estilo” y disimulando su alianza con el gobierno brutal.
La literatura mexicana se desinfló al no escuchar el dolor del pueblo ni el llamado a descolonizarse; a cambio, Octavio Paz fue izado. Amén.
El problema de Huerta fue distraerse con oratorias doctrinarias, poemas derivativos y declaraciones de amores menores. Escribir no desde una visión sino desde vocabularios, idealizaciones y retratos inmediatos.
Huerta debió trabajar solo hacia dos libros: la reunión iracunda de sus poemas de visión y llaga, y sus poemínimos. La primera serie está dispersa entre sus libros; los poemínimos, en cambio, son vecinos.
Añadamos a la primera serie El Tajín, una poética que describe el drama de su voz al perder la conexión con la visión (que ata pasado y futuro comunales: el alba). Ahí están las claves de sus éxtasis y bajones; es un poema peligroso: taja poesía y violencia de su final poder regenerativo.
Para llegar a Huerta hay que identificar los altibajos, la tajadura y entender la honda relación de su mayor voz con la profecía.